Cuando leemos el capítulo 11 del evangelio de Lucas nos sorprende la narración de un feliz encuentro entre uno de los discípulos y Jesús. El Hijo de Dios, -como era su costumbre-, se había apartado a orar en un lugar solitario, y el discípulo, en nombre de un grupo mayor le hace una curiosa petición a Jesús: Señor, ENSÉÑANOS A ORAR como Juan enseñó a los suyos.
Este es un incidente demasiado serio, con un valor sustantivo muy denso, el cual merece nuestra máxima atención, porque pone en boca de una persona que tiene, al menos, tres características: a) es un adulto, b) es un judío y c) es un discípulo de Cristo; que está manifestando claramente que él, junto con el grupo que representa, (enséñanos) no saben orar.
Si una persona con esas credenciales declara que no sabe orar, entonces eso nos plantea preguntarnos qué era lo que sabía y que era lo que ignoraba acerca de la oración. Evidentemente, como judío había aprendido largas oraciones de memoria que se hacían en horas fijas y con la mirada hacia Jerusalén. Eso representaba el entorno social y religioso, más no la esencia de la oración. Eso era la religión de la oración.
Justamente, ese es el sentido de la petición de los discípulos. Saben hacer oraciones con rígido respeto a formas religiosas, pero sólo cuando vieron orando a Jesús sienten que lo que tenían como forma de orar, sencillamente no funcionaba, y por eso le piden ayuda.
¿Qué fue lo que impactó a los discípulos de la oración de Jesús?, ¿Fue su contenido, o fue acaso su disciplina?. Esto nos permite hacer una diferenciación pedagógica de primer orden. Hay una diferencia sustancial entre orar (a secas) y tener vida de oración. Muchísimas personas en el mundo pueden orar, pero pocos, en realidad, tienen vida de oración.
Nadie exhibió jamás un reverente respeto por la disciplina de la oración como Jesús de Nazareth. Cristo apartaba consuetudinariamente tiempo de su apretada y exitosa agenda para pasarlo en la presencia del Padre. Siempre tuvo el cuidado de ubicar a la oración en el lugar que le correspondía. Comprendía que la oración utilitaria cuyo sentido es obtener favores del cielo no es suficiente para
ser un creyente victorioso. De manera que pasaba noches enteras orando, o se levantaba en las oscuras madrugadas antes de que las exigencias del día lo ocuparan. Naturalmente que esa práctica espiritual producía un nivel ministerial particular. Jesús creyó que Él necesitaba orar intensamente. Entendía que el hecho de ser Dios mismo no lo eximía de esa búsqueda. Él, al venir a la tierra, se había despojado de su gloria. No podía usar su divinidad para facilitar su ministerio, porque su santidad inherente no se lo permitía.
Si el Hijo de Dios tenía vida de oración, ¿Será que nosotros podremos sacar de su ejemplo alguna lección?
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